Desde el fondo
de mi ataúd, mis ojos no distinguen las borrosas siluetas que se acercan para
observarme. Yo no puedo negarme a que lo hagan. Otros han decidido, tercamente,
no sé si mis familiares o el propio embalsamador, introducirme un taponamiento
en mis fosas nasales y ponerme un parche de algodón en ambos ojos. No entiendo
la razón, pues, por mi estado fuera del mundo real, ni huelo ni miro a nada ni
a nadie.
Sin embardo, alguien
con distintas ideas a las mías, posiblemente algún familiar con cierta
preponderancia en la jerarquía, decidió, como se hace en éstos casos (sin pedir
permiso a nadie) desechar la idea de ponerme esos parches (horribles y nada
funcionales) y que, de cualquier manera de nada sirven, pues, analizándolo bien,
nada escurre por mis fosas nasales y al quitar la venda de mis ojos, como un
milagro, he podido verte pasar.
Como ya me
habían quitado la pañoleta que trababa firmemente mis quijadas (otra estúpida idea),
pude haberte hablado.- Es lógico que no lo hiciera, aunque, socarronamente, ése
era mi deseo pero. Estoy seguro que de haberlo hecho, nadie se hubiera quedado
en el velorio porque hubieran huido aterrorizados al escuchar que “el muerto
hablaba”
Te vi pasar,
como siempre, misteriosa y “como ausente”.
Tu luto
exterior, en la ropa que llevaba puesta, me hizo comprender que lo material no
te importaba ni tampoco los convencionalismos sociales ni las costumbres ni
tradiciones, pues, los colores brillantes de tu indumentaria, resaltaron tu
figura, esbelta, estética a pesar de los años que has bellamente acumulado,
haciéndola parecer fuera de tono, demasiado extraña para ese ambiente fúnebre. Por
ello, se escucharon los acres comentarios de los asistentes al acto piadoso:
_¡Mira!_
decían las viejas enfundadas en el clásico atuendo negro, que fúnebremente cubrían
de pies a cabeza sus poco agraciados cuerpos y que estaban contestando
puntualmente, los misterios del rosario de difuntos: _¡esta vieja se equivocó
de indumentaria!_ ¡Cree que está vestida
para una comparsa de carnaval, no para un velorio de muerto! _¡En fin!_ ¡Ya no
hay moral! ¡Estas nuevas generaciones ya no viven con el santo temor de Dios!
¡Deben tener ya asegurado su lugar en el caldero del diablo! ¡Pinche vieja
estrafalaria!
Llevabas puesto,
creo que pensaste que era muy apropiado como vestido funerario, un huipil
yucateco, de amplio vuelo, blanco, con flores estampadas de colores vivos,
impactantes a la retina, ardientes y alegres como había sido tu vida.
Tus ojos
destellaban una extraña mezcolanza de tristeza, pesadumbre y alegrías
confundidas. Los párpados, hinchados por el desvelo, abotagados por el llanto
derramado, tal vez por el insomnio, con un halo negro-grisáceo, de luto,
acentuado por el rímel que se corrió de tus pestañas, largas y rizadas, lo que
los convertían en más dulces, más bellos, más infantiles.
Al pasar junto
al féretro, enviaron una mirada penetrante a mi inmóvil cuerpo. Tus labios
tremolaron como un susurrante aleteo de
mariposas y como siempre lo hacías, musitando, en voz baja pero cariñosa: _¡Hola
Doctor!_ y con tu humor negro, me preguntaste, al mismo tiempo que cursabas una
muy poco apreciable sonrisa: _¿Hace calor allá adentro?_ refiriéndote desde
luego, al calor que generaba la madera, la pochota y el satín con que habían forrado por dentro el ataúd.
Hablaste muy
parcamente con mis familiares. Expresaste tu pena no con palabrería usualmente
hueca, lleno de compromiso social. _¡No!_ Mayormente lo expresaste con un
apretado abrazo que no parecía no terminar nunca. _Nada de sollozos_ Nada de
suspiros. Sólo el abrazo.
Posiblemente dejaste
volar tu memoria y encontraste tus recuerdos. Recordaste simple y dolorosamente
que anteriormente habías pasado por la vivencia de un trance igual. Siempre expresaste
repudio al acto que te parecía innecesario y lo considerabas cruel: expresar
verbalmente el pésame.
En ése punto
concordamos: _¿Te acuerdas?_ Dar a los familiares palabras de consuelo que a
fuerza de repetirlas se hacen monótonas y sin sentido, tanto así que muy pronto
se olvidan. Son la expresión de culpa-remordimiento que te dañan emocionalmente
porque te muerden fuertemente el corazón. Los momentos amargos, las venturosas
reminiscencias, algunas felices, la mayoría cruelmente dolorosas porque, no
podemos soslayar que la vida no es más que una cadena de circunstancias que
tienen un pasado, un presente y teológico y dudoso futuro.
Te acercaste
al ataúd, contrario a lo que siempre expresaste como un negativo deseo. No querías
ver mi cara con el rictus que la muerte dejó en mi semblante. _¿Qué viste?_
¡Nunca lo sabré! Ajustaste tu foco visual porque las lágrimas humedecían tus
ojos y tal vez la visión era muy borrosa. Acercaste tu rostro a mi cara. Una
lágrima cayó humedeciendo mi sudario. Tu boca se movió en un angustioso reclamo
que le hiciste. Al desviar tu mirada del crucifijo que habían colocado junto a
mi cabeza y luego. Mirándome fijamente, me cuestionaste;__¿por qué te fuiste?
Te note
avergonzada de tu propia debilidad. Enjuagaste rápidamente, casi con coraje,
tus lágrimas de pesar originadas por la frustración de que, en su oportunidad,
no pudiste expresar lo que era inexpresable en palabras.
Sé que no
acudirás a mi sepelio. Lo leía en tus ojos. Haz tomado la determinación que
toman los amantes frustrados, incomprendidos y cruelmente criticados. La decisión
que toan los amantes que nunca corporalmente se han pertenecido, quizá
solamente en la ilusión de amar, en un deseo anhelante e incomprendido: ser los
dos, uno solo eternamente. Los dos supimos que habíamos llegado tarde a nuestra
cita con la vida. Te retiraste, dejando garrapateando en un papel que pusiste
en mi féretro y que decía:
¡Oh muerte!
¡Tan poco deseada y tan poco comprendida!
Jorge Caretta Salas
Veracruz, México