Entre hermanos
y
hermanas todas,
nació
uno entre cien.
El
hombre sensible,
que
olfateaba
los
olores del alba,
que
a medio día
descubría
los colores
del
aire límpido
del
siglo XXI
y
cantaba con escritos
que
salían de su inmenso
corazón
como palabras.
Al
anochecer descubría
ilusiones
entre
los tañidos del amor.
Escribía
poemas
para
su inexistente amada.
Un
hombre sensible
que
compartía
con
la humanidad
su
único pantalón vaquero.
Pero
hay fatalidades,
muchas,
en la vida,
y,
en el hombre sensible,
un
colibrí
deseó
empotrarse
en
su sangre,
lo
hace hundirse
y
lo obliga a ingerir
drogas
humanas.
Así,
al alba, el hombre
tiene
borrosas visiones,
por
la tarde, cromáticos
sentimientos,
muchos
instantes alterados.
Por
la noche combate duro
entre
la luz y la obscuridad.
El
colibrí lo despierta
con
sus aleteos primarios
y
lo acompaña a consumir
cada
vez más,
cada
vez más, drogas humanas.
Por
ello el hombre
desciende
al profundo pozo
del
cenote dulce de su alma.
Empezó
su vagabundeo,
terribles
sus encuentros
con
miles similares,
miles
trastornados, sufrientes.
No
encontró ya su corazón,
solo
flotaba en él un alma
obtusa
que aspiraba el asbesto.
Hoy
el hombre escribe
para
sus oídos;
solo
el colibrí lo escucha.
Pero
eso no importa,
el
hombre, en el fondo,
seguirá
siendo poeta,
porque
las alitas del colibrí
y
su profundo pico,
le
hacen recoger íntimamente
cada
color, cada alucinación,
cada
pesar, cada tormento,
cada
suplicio humano.
Al
hombre pueden nombrarlo
vagabundo,
pueden llamarlo loco,
pueden
designarlo con mil vainas
enojosas,
fastidiosas y molestas,
pero
yo sé que cada palabra
flotante
de la boca interior
del
hombre,
cada
una es tan suave, melodiosa,
bondadosa
y fiel, es tan íntima,
siempre
colmada
de compasión humana.
La
mente del hombre
no
proviene de la droga estimulante,
sino
de aquél colibrí
que
nunca lo abandona.
No
podrá ser calificado poeta
aunque
sus palabras
circulan
en su sangre
y
en su mínima alma.
Nada
es escrito en un papel,
y
¿eso qué importa?
El
hombre nació para morir
con
un pedigüeño colibrí.
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