Memorias del alma
Silvia Aquino
Xochimilco,
Ciudad de México
I.- ¿Y la
Poesía?
Las poetisas
declaran
que un poema
ha de ser
imagen musical
y ritmo.
¿Qué responden
cuando las
palabras solas
crean
imágenes?
Cuando las
palabras,
sin saberlo,
crean música y
ritmo.
Como la
realidad es imagen,
la escritura
se confunde,
tiene su
propia música
y su propio
ritmo.
Luego, la
palabra no es realidad,
pero ¿de dónde
saca la imagen,
música y
ritmo?
Entre estos
senderos cruzan
las realidades
poéticas.
Yo he de
suavizar palabras,
dentro de una
realidad.
Un día viajé,
solitaria,
atravesaba el
Peloponeso,
pasaba Atenas,
y mi fin era
Macedonia.
Iba yo sola en
el mundo,
miraba las
lunas griegas,
asombrada,
grandes y ricas
como quesos de
cabra.
Mi diario
despertar
era encontrar
felicidad:
templos
antiguos,
museos
arqueológicos,
comida griega,
cantos
y bailes con
los griegos.
Nada me
preocupaba:
podía caerse
la cúpula
de Santa
Sofía;
hacía que la
historia antigua
se pasmaba
ante mis ojos.
Atravesaba el
Olimpo,
antes de
llegar a Pela,
la capital de
Filipo el Macedonio.
El fin: la
antigua Mieza.
La antigua
Mieza donde Alejandro,
con sus
amigos, veneraban
a las ninfas
de Pan, rústica deidad.
El niño
Alejandro, muy temprano,
llegaba a la
escuela venerable…
(Plutarco vio
los asientos de piedra
de los jóvenes
alumnos de Aristóteles
y los paseos
defendidos del sol).
No pude
encontrar los paseos,
pero sí la
cueva donde Alejandro
imaginaba la
imagen primaveral
de un nuevo
mundo.
Con lentitud y
cautela,
me adentré a
la cueva
donde la
imagen y la palabra
se
convirtieron en una.
No era el fantasma
de Alejandro,
era la voz del
adolescente Alejandro,
quien,
recostada su tierna cabellera
sobre la bella
edición de la Ilíada
que su viejo
maestro le obsequiara;
escuché,
maravillada,
en tenue voz,
las palabras de Príamo
previo el
entierro de Héctor:
“Troyanos,
traigan ahora leña a la ciudad, y en el ánimo
no teman una
astuta emboscada de los argivos. Pues Aquiles,
al despedirme
de las negras naves, se ha comprometido conmigo,
a no hacer
ningún daño hasta que llegue la duodécima aurora”.
¿Nadie lo
puede creer?
Yo lo creí
firmemente.
Este poema no
necesita verídicas palabras.
Ha sido en mi
alma,
donde la
memoria crea imagen,
donde el ritmo
se hace humano,
donde la
música hace la historia.
III.- Un día invernal
Ventanas y
portillos cerrados
no permiten
pasar la frialdad
de la noche,
la frialdad del cielo,
el lanzamiento
frío y congelado
de los copos
de nieve,
señoritos
copos nocturnos,
desbordados,
malvados.
El impío cielo
de tonos
azules
obscuros y morados,
sin una cálida
estrella,
los suelos de
la tierra,
imposibles de
tocar o palpar.
Ni las
pequeñas gallinas
saldrán del
fondo de sus grutas.
El frígido
viento como la muerte,
crea una
imposibilidad humana
de
intercambios, vistas fugaces
que causan el
perecer del alma.
Solo es
plausible meterse
a la tina o a
un temazcal;
mientras sudan
las venas
tras las
ventanas y se miran los saltos
de los nevados
copos,
adquiridos en
consciencia
del último
fin.
Dentro del
agua hirviendo
el cuerpo
adquiere tibieza,
la mente se
aclara,
hay un tipo de
felicidad humana,
el calor
existe dentro de casa
con el fuego
de la eléctrica leña.
¿Qué más
hacer?
Solo escribir
un poema;
solo hacer una
declaración
sobre la
eterna noche
que no ha de deshacer
las palabras
escritas
sobre el papel
pues, allí,
cada letra
suena como el
fuego…
Escribir que
los hombres
y mujeres
se vuelven
solitarios;
escribir
canciones
que permitan
dar abrazos,
adormecer la
frialdad
de los blancos
copos de la nieve.
Solo escribir
la única esperanza
que Prometeo
dio al hombre,
solo el calor,
el fuego,
que aleja la
tristeza profunda
y deja abrazar
la felicidad,
donde la nada
se volverá infinita,
en la longitud
de los infiernos
de los
infinitos copos de nieve
nocturnos… No
hay nada más…
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